La Virgen bendita comparada con el aire que respiramos

Nuestra Señora de Palestina. Obra de Charles Bosseron Chambers (1882-1964).



LA VIRGEN BENDITA COMPARADA CON EL AIRE QUE RESPIRAMOS 

Por Gerald Manley Hopkins (1844-1889)


 Aire agreste, nodrizo aire del mundo 
 que por doquier me anida, 
 que las pestañas o el cabello 
 ciñe;  que marcha a casa entreverando 
 el más delgado y delicadamente delineado 
 copo de nieve;  que con derecho está 
 mezclado, incógnito, y se interna 
 en la vida de cada cosa mínima; 
 este preciso pero inagotable 
 y preocupado elemento; 
 mi más que los manjares y bebidas, 
 mi merienda cada vez que parpadeo; 
 aire que, por precepto de este paso, 
 mi pulmón debe tomar y tomar 
 para alentar ahora sus elogios, 
 me hace memoria en muchas formas 
 de aquélla que no sólo 
 diera a la infinidad de Dios 
 disminuida hasta la infancia 
 bienvenida en el vientre y en el seno, 
 salida, leche y todo lo restante 
 sino que alumbra cada gracia nueva 
 que ahora espera nuestra especie— 
 María Inmaculada, 
 mera mujer, pero 
 cuya presencia tiene poder 
 mayor que en muchas diosas 
 sonara o se soñara;  quien 
 esta sola obra debe realizar— 
 deja pasar Su gloria, 
 gloria de Dios que habría de dar paso 
 por ella y desde ella fluir 
 total, y de este modo únicamente. 
 Yo digo que nosotros estamos navegados 
 por todas partes de misericordia 
 como si fuese aire;  lo mismo 
 con María, más de nombre. 
 Ella, rabiosa red, realzada túnica, 
 cubre al planeta pecador 
 desde que Dios dejó que dispensase 
 Su providencia con plegarias: 
 no, mucho más que limosnera, 
 es ella el dulce ser de la limosna 
 y los hombres deben honrarla compartiendo 
 su vida cual la vida con el aire. 
 Si lo he entendido bien, 
 ella manda maternidad altísima 
 sobre toda nuestra fantasmal fortuna 
 y lanza con gracia su parte 
 en torno al corazón latente de los hombres, 
 aplastando, como diluvio delicado de aire, 
 la danza del desahucio en su sangre; 
 aunque ninguna parte que no sea 
 sino de Cristo nuestro Salvador. 
 Él tomó de ella su carne: 
 la toma cada vez más nueva y nueva, 
 si bien mucho el misterio es cómo, 
 ya no carne sino espíritu 
 y erige, ¡oh Excelente! 
 nuevas Nazaret en nosotros, 
 donde ella está por concebirlo aún 
 de mañana, de tarde y por la noche; 
 nuevos Belén, y él brote 
 allí, de tarde, noche y de mañana— 
 —Belén o Nazaret, 
 aquí los hombres muestren respirar 
 más Cristo y rechazar la muerte; 
 quien, así nacido, viene a hacerse 
 un nuevo ser y un yo más noble 
 en uno y cada uno 
 muestra más, cuando termina todo, 
 ser el hijo de Dios y de María. 
 Miren de nuevo arriba 
 cómo el aire es azul; 
 ¡oh cómo!  No hagan nada sino estar 
 donde se pueda levantar la mano 
 al firmamento: espeso, espeso lame 
 los cuatro huecos que hay entre los dedos. 
 Pero tal sacudida de zafiro, 
 cargado, saturado cielo, no 
 manchará la luz.  Sí, asómbrense: 
 no causa ningún daño. 
 Los días de un azul cristal son ésos 
 en que cada color brilla, 
 cada silueta y sombra sale. 
 Azul sea: este cielo azul 
 el siete o siete veces siete 
 matizado rayo de sol habrá de transmitirlo 
 perfecto, sin alteraciones. 
 O si allí se asoma suave, 
 en cosas cautas, altas, 
 repunta los respiros, por un respiro más 
 la Tierra es la que triunfa en atractivo. 
 Si el aire no creara 
 este alud de azul y apagase 
 su fuego, se sacudiría el sol, 
 enojada y enceguecida esfera 
 envuelta en negrura, y todas 
 las densas estrellas rodarían enrollándolo, 
 parpadeando cual pizcas de carbón, 
 magma de cuarzo o centellas de sal 
 en mugrienta y vasta bóveda. 
 Así Dios fue dios de antiguo: 
 una madre compareció para moldear 
 esos miembros que son, como los nuestros, 
 lo que deben dejar a nuestra estrella matutina 
 mejor amada por el hombre; 
 cuya gloria desnuda cegaría 
 o alcanzaría al menos la inteligencia de los individuos. 
 Por medio de ella podemos verlo a él 
 más dulce, no apagado, 
 y la mano de la madona libra la luz 
 cernida para sentarle a nuestros ojos. 
 Sé entonces tú, oh tú tierna 
 Madre, mi atmósfera; 
 mi dichoso mundo, donde 
 siga el camino sin encontrar pecado; 
 sobre mí, en derredor, yaz 
 enfrentando mis ojos entornados 
 a un sabroso y suave cielo; 
 agítate en mi oído, habla allí 
 del amor de Dios, oh dinámico aire, 
 de paciencia, penitencia y plegaria: 
 materno aire del mundo, aire indómito, 
 embalado contigo, aislado en ti, 
 dale techo a tu hijo, corta el trecho.

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