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| «Hildebrand y Hellelil. Encuentro en las escaleras de la torre». Obra de Frederick William Barton (1816-1900). |
Hildebrand y Hellelil
Por William Morris (1834-1896)
(Traducido del danés)
Hellelil se sienta en la alcoba,
(Nadie conoce mi dolor sino Dios),
Mientras borda lo que ha de ser una bella costura,
(No hay nadie a quien pueda llorar mi pena).
Pero allí donde debería ir el oro,
Con seda sobre la tela ella cosía.
Y donde debería coser con hilo de seda,
El oro sobre la tela ponía.
Así que a la Reina le llegaron noticias de
Ese trabajo extraño y loco de Hellelil.
Entonces, la Reina se vistió
Y se acercó al aposento de Hellelil.
«Oh, que presto coses, Hellelil,
¡pero, tu labor es solo locura!»
«Bien pueda ser locura mi costura,
Tal es la desgracia que he vivido».
Mi padre era un buen rey y señor
Quince caballeros le servían.
Me educó y me enseñó a coser regiamente
Y a doce de sus caballeros mandó velar por mí.
Once me sirvieron fielmente día tras día,
Más el duodécimo me hizo enloquecer.
Él era el gran Hildebrand,
Hijo del rey de la tierra inglesa.
Entonces, él gritó fuerte por el patio y el salón:
«¡Levántense mis hombres, y ármense todos!»
«Sí, prepárense con diligencia,
¡El señor Hildebrand es un fiero guerrero!»
Todos formaron junto a la puerta con escudo y lanza;
«¡Hildebrand, levanta y ven presto!»
Hildebrand acarició mí mejilla, tersa y blanca:
«Oh amor, guarda mi nombre en silencio».
«Aun cuando mi sangre veas,
No me llames, pues así la muerte no me alcanzará».
Saliendo de la alcoba el señor Hildebrand se presentó,
Y blandió sobre sí su buena espada.
Y de esta forma dio muerte a seis
de mis siete hermanos de cabello dorado.
Y plantado ante el más joven,
A punto de darle muerte estaba.
Cuándo grité: «Oh, mí Hildebrand,
En el nombre de Dios, detén tu mano».
«Oh, deja que mi hermano menor viva
¡Que al menos pueda dar noticias a mi madre!»
No bien habían salido de mí esas palabras,
Cuando, con ocho heridas cayó mi amor a tierra.
Mi hermano agarró por mis dorados cabellos
Y me ató a la silla de montar.
Ninguna presa ni rio profundo nos detuvo
El caballo de mi hermano a nado los cruzó.
Cuando llegamos a la puerta del castillo,
Mi madre esperaba con pena y vergüenza.
Me tomó, a penas en camisa de seda, desnuda,
Y me arrojó en su interior.
Y allí, donde trató de descansar mi cuerpo,
Tormento de espinas padecí.
Dondequiera que estaba, en sueño o vigilia,
Las espinas afiladas hacían brotar de mi la sangre.
Mi hermano menor me habría matado,
Pero mi madre me vendió.
Una gran campana nueva compró mi precio.
Y se colgó en lo alto de la Iglesia de María.
Pero, a su primera campanada
El corazón de mi madre partió en dos.
Tan pronto como así contó su pena y aflicción,
(Nadie conoce mi dolor sino Dios),
En el brazos de la reina allí ella expiró,
(No hay nadie a quien pueda llorar mi pena).
Por William Morris (1834-1896)
(Traducido del danés)
Hellelil se sienta en la alcoba,
(Nadie conoce mi dolor sino Dios),
Mientras borda lo que ha de ser una bella costura,
(No hay nadie a quien pueda llorar mi pena).
Pero allí donde debería ir el oro,
Con seda sobre la tela ella cosía.
Y donde debería coser con hilo de seda,
El oro sobre la tela ponía.
Así que a la Reina le llegaron noticias de
Ese trabajo extraño y loco de Hellelil.
Entonces, la Reina se vistió
Y se acercó al aposento de Hellelil.
«Oh, que presto coses, Hellelil,
¡pero, tu labor es solo locura!»
«Bien pueda ser locura mi costura,
Tal es la desgracia que he vivido».
Mi padre era un buen rey y señor
Quince caballeros le servían.
Me educó y me enseñó a coser regiamente
Y a doce de sus caballeros mandó velar por mí.
Once me sirvieron fielmente día tras día,
Más el duodécimo me hizo enloquecer.
Él era el gran Hildebrand,
Hijo del rey de la tierra inglesa.
Apenas habíamos yacido en la alcoba,
Cuándo mi padre averiguó la verdad.Entonces, él gritó fuerte por el patio y el salón:
«¡Levántense mis hombres, y ármense todos!»
«Sí, prepárense con diligencia,
¡El señor Hildebrand es un fiero guerrero!»
Todos formaron junto a la puerta con escudo y lanza;
«¡Hildebrand, levanta y ven presto!»
Hildebrand acarició mí mejilla, tersa y blanca:
«Oh amor, guarda mi nombre en silencio».
«Aun cuando mi sangre veas,
No me llames, pues así la muerte no me alcanzará».
Saliendo de la alcoba el señor Hildebrand se presentó,
Y blandió sobre sí su buena espada.
Y de esta forma dio muerte a seis
de mis siete hermanos de cabello dorado.
Y plantado ante el más joven,
A punto de darle muerte estaba.
Cuándo grité: «Oh, mí Hildebrand,
En el nombre de Dios, detén tu mano».
«Oh, deja que mi hermano menor viva
¡Que al menos pueda dar noticias a mi madre!»
No bien habían salido de mí esas palabras,
Cuando, con ocho heridas cayó mi amor a tierra.
Mi hermano agarró por mis dorados cabellos
Y me ató a la silla de montar.
No había raíz por pequeña que fuera,
Que no arrancase algo de mi pie.
No había matorral en el salvaje bosque,
Que no rasgase mis piernas.
Ninguna presa ni rio profundo nos detuvo
El caballo de mi hermano a nado los cruzó.
Cuando llegamos a la puerta del castillo,
Mi madre esperaba con pena y vergüenza.
Mi hermano hizo levantar una torre alta,
Cubriendo su interior de agudas espinas.
Me tomó, a penas en camisa de seda, desnuda,
Y me arrojó en su interior.
Y allí, donde trató de descansar mi cuerpo,
Tormento de espinas padecí.
Dondequiera que estaba, en sueño o vigilia,
Las espinas afiladas hacían brotar de mi la sangre.
Mi hermano menor me habría matado,
Pero mi madre me vendió.
Una gran campana nueva compró mi precio.
Y se colgó en lo alto de la Iglesia de María.
Pero, a su primera campanada
El corazón de mi madre partió en dos.
Tan pronto como así contó su pena y aflicción,
(Nadie conoce mi dolor sino Dios),
En el brazos de la reina allí ella expiró,
(No hay nadie a quien pueda llorar mi pena).

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